Tenía las manos duras como piedras. Definitivamente no podía moverlas. Le ocurría de manera sistemática minutos después de dormirse. O de creerse dormido. Se volvían tan duras sus manos que la impotencia le provocaba espasmos, incontrolables saltos en la cama. Su sueño era pesado, confuso, pero aún así le ocurría. Poco podía entender acerca de esa parálisis. Sin embargo, aún a pesar de casi no detectarlas, dibujaba la forma de ellas mentalmente, en el aire semioscuro. Detectaba en las sábanas el límite de sus dedos. Inclusive podía olerlos sin acercarlos a su cara. Sus dedos eran como cuentos viejos, pesadas ramas de algarrobo, formaciones de coral, montones de basura seca, coágulos ajenos. Todo eso a la vez y por separado. Ese olor visitante que lo invadía. Se preguntaba por qué los dedos. Por qué los dedos y no las piernas. O las nalgas o los ojos. Por qué no la frente. Pero cada noche se repetía lo mismo, los dedos. La sospecha ordinaria de que la muerte empezaba por las manos ya l
/ Un elefante ocupa mucho espacio /