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Ñuelopa

hueco / en todo
lo que te nombra
nombre / que se ahueca por los miedos
cielo que baja
y va en ronda /
ronda donde 
arden los ciegos / 
y el desvelo /
hueco / el perdón
no tiene piso
tiene un huir
de terciopelo /
suave / en el hueco
hay una alfombra
sangra / una letra
y un pañuelo

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Lo que no ves

Una venda en los ojos es como una soga en las piernas. Mientras la tengo puesta camino en dirección opuesta al tiempo. Vuelvo atrás en zigzag, esquivo recuerdos. Retro memoria. Mis recuerdos están terriblemente ordenados. Da pavor pensar que puedo administrar de manera certera tanta información. Ahí estoy de niño, de adulto y de mala y buena gana, con queridas y ocultadas, con presentables y expulsables. En esa medusa de la memoria este sector inflamado de dolor corresponde al accidente. Aún duele, aún sangra.  No hay posibilidad de recordar lo emocional. De traerlo como fresco. Al menos no para mí. Es inamovible en el tiempo.  Nunca pude repetir en mi corazón, en la piel, en el espesor de la saliva, esa pasión de los primeros años. Nada se apagó, pero las mutaciones son en cierta forma amputaciones. No tengo recuerdo presente del dolor que sentí y porté por meses, pero si algo roza mis ojos puedo encender la reacción en cadena que me lleva al dolor nuevamente. Dolor de hoy, recién sac

El último sillón

  “Hay quienes se los puede definir por su capacidad de acompañar, hasta en los momentos donde se espera su huída”. Bitter Luna, 1943 Él nacía en sus comienzos. Cosa que puede sonar obvia, pero no se nace siempre de la misma manera. Ni se llega a la vida por el mismo lugar, ni tampoco se la despide con prólogos. Las cosas en su lugar. Pié forrado en cuero. Una base fuerte, determinada, madera para soportar la humanidad del señor que se desploma encima sin vergüenzas ni esperas. Y cuidado que hasta ahí hay sólo veinte centímetros. Menos de la mitad de la mitad de todo su cuerpo. La historia sigue hacia arriba. Ni qué hablar del algarrobo, ni de su semilla, ni del terremoto que derrumbó la casa donde a la postre creció el noble árbol. Ni de Don Américo, el dueño de aquella casita. Sólo de la casa, porque el terreno no era de Don Américo. Aunque él nunca se dio por enterado. Claro que las verdades son tan propias y sustantivas como el dolor. Y también como el dolor, la verdad es intransf