“Hay quienes se los puede definir por su capacidad de acompañar, hasta en los momentos donde se espera su huída”. Bitter Luna, 1943
Él nacía en sus comienzos. Cosa que puede sonar obvia, pero no se nace siempre de la misma manera. Ni se llega a la vida por el mismo lugar, ni tampoco se la despide con prólogos. Las cosas en su lugar.
Pié forrado en cuero. Una base fuerte, determinada, madera para soportar la humanidad del señor que se desploma encima sin vergüenzas ni esperas. Y cuidado que hasta ahí hay sólo veinte centímetros. Menos de la mitad de la mitad de todo su cuerpo. La historia sigue hacia arriba.
Ni qué hablar del algarrobo, ni de su semilla, ni del terremoto que derrumbó la casa donde a la postre creció el noble árbol. Ni de Don Américo, el dueño de aquella casita. Sólo de la casa, porque el terreno no era de Don Américo. Aunque él nunca se dio por enterado. Claro que las verdades son tan propias y sustantivas como el dolor. Y también como el dolor, la verdad es intransferible, propiedad de uno. Hay tantas verdades como personas. Y sillones. Y ganas de sentarse, a veces, para siempre.
Don Américo miraba con paz infinita la nueva construcción. Una planta, baja. Bien baja porque no daba para mucho más. Patio con linderos de jazmines. La casita del Tinto, su perro de siempre. Ya lista para habitar. Las ventanas del frente hacia el sur. El sol que babeaba el techo de oriente a poniente en su diario rodar.
Le había ganado esta vuelta a la naturaleza sabia y destructora. Cielo e infierno. Esa que necesitó de minutos nada más para barrer con su casa, sus hijos y la Concepción, su compañera de casi medio siglo. Si, era “La” Conce. Como la sexta nota de la escala mayor de Do. Como una sílaba en un canto de onomatopeyas. Pero principalmente para Américo era “La” como sustituto de “Su”, de “Mi”. Era ella, no otra. Era la máxima expresión de las Concepciones en la tierra. Era La Concepción de todo. Y no era poco.
No se sabe si lo planificó. Los vecinos lo vieron bien unas horas antes. En su espacio
semi-amarillo
tornasolado
enrojecido por la tarde
babeando vapor
perfumado a jazmines
de esos del patio
Flexionó cansinamente las piernas hasta lograr sentarse con el peso del cuerpo libre, suelto, fuerte, caído. Su sillón de las tardes de siempre lo abrazó. Su vista se nubló mínimamente. Sabía que era irreversible. Eran los primeros síntomas. Luego vendría el dolor de estómago, la parálisis de las piernas y los brazos. El corazón se detendría. El mismo veneno que le dio al Tinto, que respirando entrecortado y con la lengua afuera, ahora se había echado a sus pies.
No podía seguir sin ellos.
Y no podía irse vencido.
El respaldo tiene forma de mano ahuecada. Y erguido, mide más de un metro treinta. Nunca se había mojado. Aunque hoy, el sol huía y comenzaba suavemente a llover.